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GABO Y MERCEDES: UNA DESPEDIDA

Por Mariela Sagel, en La Estrella de Panamá, 28 de noviembre de 2021.

     No creo que haya habido en el último siglo un latinoamericano más universal que Gabriel García Márquez, el autor de la famosa novela “Cien años de soledad”, cuya obra en conjunto mereció el Premio Nobel de Literatura en 1982. Nacido en Aracataca, un pueblo perdido del departamento de Magdalena, Colombia, fue periodista, escritor, guionista y político, amigo de las más importantes personalidades de los últimos tiempos.

     Su muerte, en abril de 2014, acaecida en México, donde residía desde los años sesenta, consternó a todo el mundo y varios presidentes asistieron a sus funerales en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana.  Posteriormente, sus cenizas fueron llevadas al Claustro de la Merced en Cartagena de Indias, el 22 de mayo de 2016, en un acto que contó con la presencia de líderes mundiales, entre ellas el expresidente estadounidense Bill Clinton, que siempre ha sostenido que “Cien años de soledad” es su libro preferido.

     Su hijo mayor, Rodrigo, de 62 años, publicó el pasado mes de mayo un hermoso testimonio de los últimos años de su famoso padre, y también de su madre, Mercedes Barcha, la “Gaba” para muchos, que murió el año pasado en agosto, sobreviviendo a su marido seis años. 

     Si algo lamentaba el Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, era no poder escribir acerca de su muerte; sin embargo, su hijo no dejó en vano aquello que no podía hacer su padre y en el libro ‘Gabo y Mercedes: una despedida’, hace una recopilación de momentos, recuerdos y anécdotas que vivió junto al escritor.

     El libro nos lleva de la mano por las últimas semanas del autor colombiano y de su relación con la que han llamado su musa, su esposa de toda la vida, y el resto de su familia, que la componían sus dos hijos y posteriormente, sus nueras y nietos.

     Rodrigo García es guionista y director de cine y el fin de la vida de su padre le pescó entre Los Ángeles y México.  Nos relata de una manera muy tierna los últimos días de su progenitor, aquejado de demencia senil y habiendo sobrevivido a un cáncer linfático que le encontraron en 1999.  Nos recrea no solo el humor, que nunca perdió Gabo, sino la fortaleza de su madre, que no dejó que nunca sus emociones se salieran de control.  Igualmente, el arribo de su hermano Gonzalo junto a su familia, desde Europa, y las relaciones con el personal médico y de servicio de la casa donde vivió en la ciudad de México, que eran más que fraternales.

     Para Rodrigo García Barcha, como a todos los que hemos perdido a nuestros padres viéndolos consumirse por diversas enfermedades, fueron momentos muy duros, hasta que llegó la etapa final, triste pero más tranquila.  Debido a su dolencia, sus últimos dos años de vida estuvieron bastante controlados porque los pacientes con su enfermedad tienden a ser muy ansiosos.

     En una entrevista publicada en Colombia para el lanzamiento de su libro, el autor confesó que tomó notas durante los últimos días de Gabo “con algo de culpabilidad, preocupado de no traicionar la vida privada de la familia”.  También se prometió a sí mismo que mientras su madre estuviera viva no iba a publicar el libro, por tanto, era el momento no solo de abrir las puertas de la casa en México sino de relatar algunas intimidades de su agonía.

     Le es imposible saber cómo describiría su padre su misma muerte pues si algo no perdió el ilustre premio Nobel de Literatura fue el sentido del humor.  Había empezado a escribir sus memorias en el año 2002, que se suponía iban a abarcar tres tomos, pero solo alcanzó a publicar uno, “Vivir para contarla”.

     El libro sobre Gabo logra un balance casi perfecto de recuerdos personales sin demasiado dramatismo y absteniéndose de nombrar o señalar con su nombre a personas del círculo íntimo de sus padres, ni siquiera menciona los presidentes que asistieron a su funeral. Solamente se refiere a su gran amigo Álvaro Mutis, que le precedió un año en el paso de la vida a la muerte.  La delicadeza con la que toca estos temas enternece y nos hace querer más, si eso es posible, a su padre.

     Tampoco relata la maravillosa experiencia que fue crecer junto a ese ser humano cuya imaginación siempre fue prodigiosamente fértil. Con su muerte se disolvió “El club de los cuatro”, que lo componían su hermano, sus padres y él.

DESPIDIENDO A LOS PADRES

     El libro “Gabo y Mercedes: una despedida” es también en honor de su madre, quien se negó a que le llamaran viuda.  La Gaba se consideraba que era “una magnífica versión de sí misma” y de haberse enterado que el hijo publicaría este relato, lo hubiera tildado de chismoso.

     Las citas que hace de las costumbres de su padre y de sus expresiones son fantásticas.  Por ejemplo, García Márquez no leyó nunca sus libros una vez publicados porque temía que iba a encontrarles defectos, pero en esta etapa releyó algunos y se decía «¿De dónde carajos salió todo esto?». A veces cuando cerraba un libro se sorprendía al encontrar su retrato en la contraportada, de modo que lo volvía a abrir e intentaba volverlo a leer.

     Muchos detalles, sin la fantasía del Gabo, pero llenos de respeto y amor por los padres están vertidos aquí, en un documento imprescindible para redondear la comprensión de la obra de un escritor tan fabuloso como fue Gabriel García Márquez.  También similitudes a hechos que ocurrieron como que un ave apareció muerta en la silla del autor, coincidencia que sucedió con la muerte de aves cuando falleció Úrsula Iguarán en “Cien Años de Soledad”.

     Gracias a este relato sabemos que seis generaciones de la familia Buendía le dieron forma a esa obra, aunque él tenía material suficiente para dos generaciones más.  Desde su punto de vista, su padre tuvo una de las vidas más venturosas y privilegiadas jamás vivida por un latinoamericano. Y si Gabo leyera esta aseveración de su hijo sería el primero en estar de acuerdo.

     Trata de explicar el paso lento de la vida a la muerte que tuvo la dicha de experimentar García Márquez como un proceso de facilitación de la separación de sus seres queridos, tal como si la simple mirada de un recién nacido activara instantáneamente los sentimientos de apego a los padres.

Cuando la pérdida de su memoria se aceleró, podía, si le daban el verso inicial, recitar de memoria muchos de los poemas del Siglo de Oro español.  Eso les pasa a muchos pacientes con senilidad, que no recuerdan nada inmediato, pero sí su infancia y sus apegos, en el caso del escritor, los poemas de los siglos XV y XVI.

Regocija leer que mientras escribía “El amor en los tiempos del cólera” se sometió a una dieta constante de canciones pop en español sobre el amor perdido o no correspondido. Le dijo a su hijo que la novela de ninguna manera sería tan melodramática como muchas de estas canciones, pero que podía aprender mucho de ellas, sobre las técnicas con las que evocaban sentimientos.

Su gran pasión eran los vallenatos y la música clásica y decía, con orgullo, que la humildad era, después de todo, su forma preferida de la vanidad.  En forma jocosa rememora que su padre decía “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo, o —Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta”.

Otras de las citas imperdibles en este libro son “sí, lloro, pero sin lágrimas.  ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?”  Así mismo podía hablar de manera hermosa de las cosas más horribles.

De su relación con sus enfermeras, que estaban muy conscientes del personaje que estaban atendiendo, recrea anécdotas como la que cuando le cambiaban las sábanas le miraban los pies, pues habían escuchado que tenía los pies bonitos.  Con gran humor decía “No me las puedo tirar a todas”.  Igual reflexionaba de “que se está muriendo mucha gente que antes no se moría” y mataba a todos los que le escuchaban de la risa.

Habiendo ganado el premio más importante de literatura en el mundo, repetía, a su familia y a sí mismo que autores como Tolstoi, Proust y Borges nunca lo recibieron, ni tres de sus escritores favoritos, Virginia Woolf, Juan Rulfo y Graham Greene.  Concluía entonces que el éxito que había alcanzado no era algo que hubiera conseguido, sino que le había sucedido.

Nos revela que el libro “Los idus de marzo” estuvo casi siempre en su mesa de noche.  Nos recuerda que Gabo no le gustó nunca enterrar a sus amigos, por lo que no fue al funeral de ninguno de ellos.  Repetía que las ideas son intrigantes y absurdas, prácticas, compasivas, homicidas.  Su hijo, al relatarnos estas vivencias puede leer en su rostro la lucidez, la infinita curiosidad, y la prodigiosa capacidad de concentración que le envidia por encima de todas sus cosas.  La familia García Márquez era apasionada por la anécdota, el embellecimiento y la exageración.

Finalmente, escribió que su padre se quejaba de que una de las cosas que más odiaba de la muerte era el hecho de que sería la única faceta de su vida sobre la que no podría escribir.