Soy una consuetudinaria caminante de las aceras de El Cangrejo. Además de que amo mi barrio, me encanta recorrerlo a pie, ir a las farmacias, a las panaderías, a la tienda de vegetales y frutas de Mimi, a la peluquería, a los masajes, la librería Argosy, el local de alquiler de películas e irremediablemente, a los bancos. Ahora tenemos cerca una pizzería que hasta entrega a domicilio, pero aún así prefiero ir
caminando a recoger el encargo.
Lamentablemente, estas aceras no están en las mejores condiciones. Pareciera que todas las tapas de los controles del suministro de agua se pusieron en huelga (o fueron robados para un supuesto mejor uso) y son huecos profundos que pueden quebrarle la crisma a cualquier desprevenido, además de que son trampas llenas de basura. Me llama la atención que de los desechos que más acostumbra la gente a tirar en esos huecos son los envases de refrescos de Estrella Azul, que me he tomado el tiempo de observar y no presentan ninguna opción para el reciclaje. Las aceras también presentan algunos desniveles, sea producto del levantamiento que producen las raíces de un frondoso árbol, o la desidia de un constructor que demoliendo un inmueble, la rompió irremediablemente. Eso significa que en más de una vez he aterrizado en toda mi diminuta humanidad sobre ellas y no quisiera ni imaginarme qué haría un adulto mayor que no le quede de otra que desplazarse por la ciudad a pie y en estas circunstancias.
Otro detalle que noto a diario es que no hay recipientes para la basura, a menos que sean los instalados en el Parque Andrés Bello, debidamente atornillados a su base. El resto de los residentes del barrio utiliza bolsas para la basura que se resguardan en unas canastas destinadas para cuando
pasa el camión, sean removidos por los dedicados empleados del Municipio que a diario se esfuerzan por recoger todo el desperdicio que produce esta ciudad.
Introducir un programa o concepto de reciclaje, a nivel ínter barrial, como puede ser en el bien educado corregimiento de Bella Vista, no tendría éxito si primero no se implementara un cambio de cultura ciudadana. Tomemos el ejemplo del aeropuerto de Tocumen, donde se han colocado tres tambuchos para la basura seguidos con los debidos rótulos que advierten que allí solo se
deposita plásticos, latas y papel. Por esa terminal entran y salen personas con un alto sentido de lo que debe ser el destino de sus desperdicios, y al aérea, la primera impresión que se lleva el visitante es positiva en cuanto al avance de la responsabilidad de los panameños. Se pudiera empezar con un
intento de crear conciencia en las escuelas, donde los alumnos, desde la primaria, estén conscientes del daño que se le hace al ambiente si se tira en el lugar inadecuado una lata de gaseosa, un vaso de foam, un cartucho de basura o el papel transparente que recubre las pastillas de menta o los empaques de cigarrillos. Luego hacer brigadas de ‘caza basuras’, como en un tiempo hubo ‘caza mosquitos’, que revisen periódicamente cómo se distribuyen en los hogares los desperdicios.
Pero realmente, para atacar la basura hace falta modificar la agresividad con que vive el residente de la capital. No escapa a mi atención que en cualquier evento multitudinario, sea político o arnavalesco, las toneladas de basura que se recogen son impresionantes. Pero la mayoría, sorprendentemente, no está depositada correctamente en los recipientes destinados para ello: está en el piso, en los huecos de las alcantarillas, ensartado en los agujeros del alambre de ciclón y hasta en los ascensores de
los edificios del Cangrejo y Punta Pacífica.
Cada vez que veo a alguien tirar desde un auto o un bus una lata, una botella o un papel o recipiente, quisiera tener un megáfono para preguntarle si tiran basura en el piso de su casa. Y es que las aceras y calles de la ciudad y del país son el piso de todos los que recorremos sus vías. Ni hablar de lo que se tira al mar, o a los ríos, que muchas veces causan desastres severos que amenazan los desagües y ponen en peligro a toda una población que se ve amenazada por trompas de un cauce o desbordamiento de un río, con colchones y línea blanca incluida.
Mi admirado colega y amigo Álvaro González Clare publicó recientemente un artículo de opinión en donde hace una comparación entre la urbe de Bogotá, que ha experimentado una transformación irreconocible para los que antes la visitaron, en 15 años de gobiernos municipales eficientes, que lograron cambiar la actitud del bogotano, mejorar las vías peatonales, arborizar los espacios y destinar sendas ciclo vías para el deleite de niños y adultos, con nuestra capital, que además del desorden urbanístico que presenta, cada día se torna más agresiva por el comportamiento de los que en ella habitan. Si para una ciudad de 9 millones de personas no resultó un imposible cambiar en forma radical y permitir el disfrute y, sobre todo, la seguridad de su entorno, para nuestro Panamá debería ser un bistec de dos vueltas hacer una nomenclatura coherente, cambiar la actitud colectiva, coordinar el
crecimiento urbanístico en forma adecuada e iniciar la disposición de los desechos en forma científica y que redunde en beneficio no solo para el crecimiento espiritual y el orgullo colectivo, sino hasta en una manera de ejecutar proyectos de tecnología avanzada que puedan significar ahorros y hasta ingresos para los que lo practican.
Tal como dice Don Álvaro, se precisa de una alta interacción de conocimient técnico y voluntad política. Empecemos entonces por esta última y, en el camino, vamos sumando todos los onocimientos técnicos.