Por Mariela Sagel para la Revista SoHo, edición octubre-noviembre 2011
Desde que supo que su nombre estaba siendo considerado para el Premio Nobel de Literatura, Enrique Jaramillo Levi se retiraba a dormir con la íntima esperanza de que sería despertado en la madrugada con la notica de que sería el primer panameño en recibi este premio que «debe entregarse cada año a qien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en dirección ideal».
Muy dentro sentía que no habría un mejor reconocimiento para su tenacidad y su infatigable esfuerzo en formar escritores, además del valor que le daría a sus libros y revistas culturales. Atrás quedaría toda la animadversión que sentían los envidiosos colegas que tenía por todos lados, la antipatía del sello editorial que lo había publicado como por carambola y las demandas que habían puesto por plagio. En la Feria del Libro pondían su nombre en un banner, aunque no hubiese muerto.
Sin embargo, la llamada debió ocurrir en ese momento en que uno está dormido profundamente, que llaman sueño delta. Sobresaltado por lo que creyó era una grabación de una lengua muy gutural, pensó que quien había dejado el mensaje era Alexandra, que tenía solamente dos vocales en su apellido nórdico. Sin embargo, Alex –como la llamaban — habla de manera más candenciosa su magnífico español y no la creía capaz de hacerle tal broma.
En el identificador de llamadas el número que aparecía era interminable y se dispuso a devolver la llamada. Antes, por si acaso, se aseguró de haberle informado la nueva a la presidenta de su fan club, que enseguida lo pondría en las redes sociales, para que nadie la ignorara.
Pero en el momento en que intentaba rayar una tarjeta de llamadas para marcar, volvió a sonar el teléfono y, al darse cuenta de que era una llamada internacional, trató de disimular su emoción. No en balde sus pininos los había hecho en el teatro. Le costó entender lo que le decían pero enseguida se puso al habla una persona que le dijo en perfecto inglés que debía estar en Suecia para el 10 de diciembre. Era apenas el segundo jueves de octubre, tendría justo el tiempo de prepararse para recibir todas las muestras de aprecio y apoyo de todos sus alumnos, el reconocimiento de los docentes de la universidad y hacer algunas presentaciones en público. No habría otro cumpleaños como el de ese año: el suyo es el 11 de diciembre.
Se apresuró a confirmar que no había sido un sueño y se dispuso a salir como un héroe de su casa, ese día que marcaría, al fin, su despegue hacia la fama internacional. Ya no habría más aeropuertos donde nadie lo estuviera esperando, especialmente en esa feria de Guadalajara, donde tantas veces había ido sin que se notase su presencia. Estaba seguro de que muchos de los alumnos que tuvo en los diplomados lo acompañarían emocionados en la coronación de su carrera literaria, especialmente cuando había hecho ingentes esfuerzos para colocar la literatura panameña «en la dirección ideal». Ahora demostraría que no necesitaba tener avión propio y recursos holgados para promocinarse a sí mismo, ni dárselas de gracioso para hacerse notar. Hasta sus más férreos adversarios le haría un reconocimiento y les callaría la boca a todas esas marisabidillas que se la pasaban criticándolo o, peor, ignorándolo. No le importaba que el Nobel sea uno de los premios más polémicos, que les escatimaron a escritores de la talla de Cortázar, Borges, Tolstoi, o que Sartre lo rechazara. Hasta lo invitarían a ser miembro de la Academia Panameña de la Lengua.
Llegó a su oficina con apenas aliento para anotar todas las ideas que le venían a la mente, todas las presentaciones que haría e imaginándose los agasajos que recibiría previos al viaje a Suecia. Trató de ordenar sus pensamientos antes de que los medios dieran cuenta de tan honroso e inusual galardón a un panameño, mejor dicho, un colonense de pura cepa. Garabateó unas líneas para que sus primeras declaraciones no lo traicionaran, para que pasaran por un filtro depurativo antes de que salieran disparadas por la lengua o el dedo –debia marcar distancia con los «twitteros» políticos que andan sueltos de madrina–, y se dispuso a no rechazar una sola de las solicitudes de entrevistas, hasta de sus más acérrimos críticos, especialmente los de la prensa escrita, que lo ignoraban con tanta frecuencia. Quería brindar declaraciones hasta al títere matutino que a veces hablaba de libros, como si fuera un gran lector. Sentía que era el momento de la revancha, de confirmar que su sana intención siempre había sido promocionar la literatura panameña, aunque se interpretara que quien se quería proyectar a través de los demás escritores, era él. Bien había instruído a sus defensores para que hicieran campaña a través de las redes sociales contra quien osara criticarlo.
Pasaron los minutos esperando el repicar del teléfono cuando al fin llamó el primer periodista de la prensa internacional, con quien no se pudo comunicar tan fluídamente porque la emoción lo embargaba. Rápidamente adelantó que la universidad que siempre lo había respaldado se beneficiaría de toda la publicidad que recibiría al identificarlo con ella y él sabría ponerle precio a ese beneficio. Los premios que había diseñado con tanto esmero seguramente se doblarían ahora que al fin no se le escatimarían sus desvelos.
Sin embargo, su entusiasmo se vino abajo tan pronto se le informó que no podría dar ni una sola declaración ni presentación pública antes de recibir el premio. Toda la maquinaria que había echado a andar se estrelló contra esas condiciones.