MARIELA SAGEL
El Siglo, 11 de febrero de 2013
La Habana, Cuba –Han pasado veintitrés años desde la última vez que vine a este país y si me hubiera dejado llevar por la canción de Sabina (y Serrat), ‘al lugar donde has sido feliz no debieras volver’, no hubiera regresado. Pero siempre dije que quería venir antes de que muriera Fidel. No porque cambie para mejor, pero de que va a cambiar, va a cambiar.
Y no lo hago con morbo, sino con gran admiración. La Habana es una ciudad que parece congelada en el tiempo, en la década del 50, con olor a humedad y a moho, pero limpia y alegre.
He vuelto a recorrer las calles de La Habana, su Quinta Avenida, y la he encontrado más hermosa que nunca, con ese mar tan poderoso que uno se llena de energía solo de verlo. Con sus coches antiguos que funcionan de maravilla y siempre impecables. Tengo toda la semana por delante para desandar los caminos recorridos y meterme a escudriñar en otros, que esperan ser descubiertos.
He notado, en el poco tiempo de haber llegado, que el aeropuerto ha experimentado una gran transformación, es moderno y eficiente y el personal, sobre todo, amable y servicial, algo de lo que nosotros, los panameños, no podemos hacer alarde. La floresta de este país tropical, sobre el que los huracanes se ensañan cada tres años (según las estadísticas), es exuberante y convive con el desarrollo lento que ha ido teniendo, a pesar del –y a lo mejor, gracias al— bloqueo. He vuelto a encontrar a una querida amiga, Natalia Bolívar Aróstegui, a quien correspondió fundar el Museo de Bellas Artes, el Museo de Napoleón y el Museo Numismático, una antropóloga que a sus 78 años sigue estudiando y escribiendo, pintando y entendiendo la fusión que hacen la música, las artes y las manifestaciones religiosas en la expresión de un pueblo. Y todo ese conocimiento, todas esas investigaciones las pone al servicio de sus lectores en más de 22 libros publicados y muchas conferencias que da, tanto en Cuba como en el mundo entero.
Voy a ver a mi querido amigo Eusebio Leal, el historiador de la ciudad, tan admirado por todos sus compatriotas porque supo darle valor a la ciudad vieja, a ver si me indica cómo detener al avasallamiento y despojo que está sufriendo nuestro Casco Antiguo. Y vengo también a conversar con Leonardo Padura, el escritor que recientemente ganó el Premio Nacional de Literatura y que escribió ese maravilloso libro ‘El hombre que amaba los perros’, la novela del asesinato de Troski. Si tuviera que volver otra vez, me olvido de Sabina (y de Serrat) y regreso a este lugar.