Quiero culminar el ciclo de artículos sobre la basura señalando el deplorable ruido que nos afecta a todos a diario. La agresión que los cláxones de los autos, la música a todo volumen en los diablos rojos, la permanente televisión encendida, la radio, el celular, la estridencia, no nos dejan vivir en paz. Mucho ruido, tanto ruido, como dice Serrat, que enajena, que nos mantiene en otra constante
zozobra, la cual no necesitamos para mantener nuestra sanidad mental.
La buena música y la buena plática son esenciales para el crecimiento emocional. La estridencia, por el contrario, llega a afectarnos a tal punto que, además de perder audición (está comprobado que la receptividad de altos decibeles nos deja sordos) nos acostumbramos a estar siempre escuchando algo
y le damos sin misericordia al teléfono celular, con tal de escuchar a alguien o que alguien nos escuche. En el camino dejamos las ganas y los reales en esas llamadas. Al buscar ese refugio, hablamos (gritamos) a través del maldito teléfono, como si no supiéramos que las ondas telefónicas
magnifican nuestra voz. Y las cajas registradoras de las empresas proveedoras ven subir sus ganancias.
La mayoría de los panameños no sabemos enfrentarnos al silencio, que está asociado con la soledad, «esa amante inoportuna» como dice Joaquín Sabina. Sabina menciona que suele recostar su cabeza en el hombro de la luna para hablarle de la soledad. Pero es necesario hacerlo, escucharnos a nosotros
mismos. Nos dormimos con la televisión, estamos adictos a la cajita de los pendejos, escuchamos cualquier cosa con tal de no estar en silencio o rodeados de silencio. En fin, huimos de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos. ¡Qué difícil es poder sentarnos a leer un libro en completo
silencio! Eso parece reservado solo a los pseudo intelectuales, si hemos de buscar un nombre para los lectores, entre los que me cuento y a mucho orgullo. Entramos a un almacén y la música no nos deja hablar, entramos a un bar y no podemos hablar del ruido que producen las horrorosas canciones que
allí ponen. Incluso vamos a la iglesia, y en vez de recogernos en silencio, preferimos las celebraciones con música y pregones, que se nos convierten en mantras para que condicionen nuestras mentes. No encontramos paz en el silencio, y eso es muy negativo. Subimos el tono de voz sin darnos cuenta y
todo el mundo lo percibe como que estamos histéricos. O si damos una orden, levantamos la voz para imbuirnos de autoridad, sin saber que no es lo que gritemos, sino la actitud de mando la que debe imponer respeto.
Está comprobado que los altos decibeles producen contaminación y ésta a su vez afecta el entorno en todos los sentidos: los monumentos históricos no pueden estar expuestos a altos decibeles, porque se pueden resquebrajar. Los hospitales y centros de atención a enfermos no permiten sonidos que alteren
la salud de los pacientes que allí reposan. Las escuelas y universidades deberían llevar un control estricto del grado de ruido que se genera, puesto que mucho ruido afecta la concentración de los estudiantes. En la Ciudad del Saber, porque fue concebida como un faro del conocimiento, no se pueden instalar ni siquiera torres de enfriamiento que emitan ruido mayor de cierta cantidad de decibeles y eso aleja la instalación de industrias pesadas, para fortuna de los polos de sabiduría que allí se dan.
Lo más contaminante en la ciudad son las máquinas de los automóviles, escapes, carros de basura y todo lo que se genere en la calle: cláxones, pitos, gritos y a eso contribuye la mala educación, la falta de cortesía y el descontento que todo esto genera. Aunado a este ruido que entra y sale por todos lados, están los jingles o estribillos, que ya identifican a las diferentes campañas políticas prematuras, algunos mejores que los otros, pero que contribuyen a no dejarnos en paz ni siquiera en los momentos de solaz, cuando debemos quizás tomar la decisión de por quién votar.
Apostemos por una ciudad amigable, que no ahuyente a sus residentes con sus ruidos, sino que los atraiga con el sonido de los pericos al atardecer, el canto de los pájaros en las mañanas y el mecer de las ramas de los árboles que cubren las aceras y permiten que nuestro planeta no se siga calentando.