MARIELA SAGEL*
La Estrella de Panamá, 9 de enero de 2011
La vida entera se nos presenta como una secuencia de situaciones donde tenemos que, en fracción de segundos, asumir una posición que a la larga es un riesgo: desde que nacemos tenemos que respirar, luego tirarnos a gatear y eventualmente, a caminar. Si nos echan al agua tenemos que aprender a nadar si no, nos ahogamos. Si el asunto es montar en bicicleta, pues nos aventamos a aprender, con el riesgo de una eventual caída, igual que usar patines, esquíes, o conducir un auto. A diario enfrentamos el día como un riesgo y como personas responsables, los asumimos, a veces conscientemente, otras veces sin darnos cuenta –cruzar una calle, entrar a una autopista, manejar con exceso de velocidad, hablar por celular cuando estamos conduciendo— asumimos día a día, minuto a minuto, el riesgo que las cosas salgan bien, o que por lo menos, salgan como las hemos planeado.
Estuve pasando las fiestas de fin del año con mi hija y su esposo en la muy acogedora –pero muy helada— ciudad canadiense de Montreal, y todos los días tenía que enfrentarme a caminar por esas nevadas y a veces resbalosas aceras, a llegar a los destinos por los extraordinarios túneles que te llevan a todos lados sin necesidad de estar expuestos al inclemente invierno (confieso que por perezosa no me los aprendí, porque siempre mi hija me llevaba de un lado a otro como una hoja de papel al viento) y a experimentar unas temperaturas que a veces son indescriptibles.
Pero fueron unas vacaciones extraordinarias, en una ciudad que, a pesar de ser una de las más frías del mundo, ofrece una gran variedad de espectáculos que no se detienen por muy duro que sea el invierno: ballet, Cirque du Soleil –originario además de esa provincia canadiense– exposiciones de museos y ni se diga de la siempre delirante actividad de disfrutar la mejor gastronomía, el hermoso paisaje del Monte Real (Montreal es llamado así por Mont Royal, el cerro en cuyas faldas se edificó).
En mi vuelo de regreso me enfrenté a una avería del avión que me llevaría a Newark y de allí a hacer la conexión que me traería de vuelta. Tenía tres opciones: quedarme un día más viendo nevar en Montreal, tomar un vuelo tardío a Newark, de allí volar a Houston y por esa vía regresar a Panamá al día siguiente o tomar una conexión de otra línea aérea a Newark para llegar con el tiempo justo para subirme al avión que me traería de vuelta. Opté por la tercera, lo más que podía perder era el intento y que no alcanzara el avión.
Fue una verdadera corredera. El avión de Air Canada nos dejó en la terminal más distante de la que tenía que abordar mi vuelo, tuve que esperar tres buses de la aerolínea que nos llevarían a la que nos correspondía junto a una señora en silla de ruedas, una familia enorme viajando con niños chicos y correr por ese congestionado aeropuerto, en fechas en las cuales generalmente las personas se desplazan porque deben reiniciar un nuevo año, una nueva jornada, tomar nuevos riesgos en sus vidas.
Y lo logré, a pesar que ya no me dieron el asiento por el que había pagado, pero lo que me urgía era entrar a ese avión y volver a mi casa a tiempo y dentro del plan que me había trazado. Me encuentro ahora mismo en el vuelo de regreso, a encontrarme con un país que tiene un problema serio de suministro de agua, un zaperoco armado en la alianza gubernamental –el inicio del fin de esa amalgama mal hecha–, un sistema de transporte que empezó a los trompicones, un nuevo grupo editorial que tomó posesión de sus nuevos dominios como lo hace un ejército vencedor en el campo de un vencido y quizás cuando llegue, ya hayan ratificado a la peor persona que pudieron haber designado para Procurador General. ¿Está el gobierno tomando riesgos o los está minimizando mediante esas acciones? Quisiera estar equivocada, porque si al país le va bien, a todos nos va bien, y a este país le estaba yendo muy bien. Antes de julio del 2009.