Domingo 19 de abril de 2015
«Muchos grandes intelectuales, de los que disto leguas de compararme, no tienen teléfono celular y no usan redes sociales, porque aprovechan el tiempo para leer.»
Mariela Sagel
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Toda la semana hemos estado pendientes de la operación del niño Asbel Araúz, que le hicieron un trasplante de corazón. Este pequeñín fue llevado a un hospital de los Estados Unidos después que un periodista de la corporación Medcom, ese que dice ‘seguimos con más’ (Luis Casis) se echó sobre sus hombros la recolecta de los millonarios fondos que se necesitaban. La operación parece haber sido exitosa y Asbel estaba hoy pidiendo agua y los médicos complacidos con su progreso.
Luis Casis andaba con una urna inmensa por los centros comerciales y las ferias de Atlapa recabando el dinero para esta operación, y no dudamos que también se activaron las redes sociales para hacer más trascendente la petición de dinero, pero estoy segura que lo que hizo el cambio fue verlo a él recogiendo los dineros.
No puedo decir lo mismo de las denuncias de nepotismo que se desataron esta semana, y que la encargada de la oficina de Transparencia del Gobierno ventiló por Twitter, al mejor estilo de Ricardo Martinelli. Señaló que la ministra de Desarrollo Social tenía parientes emplanillados en la institución que dirige y resultó que los apellidos coincidían, más no así la alegada parentela.
Hace cuatro años criticamos acremente la forma irresponsable en que el loco que está asilado en Miami había despedido al canciller (hoy presidente de la República) por Twitter y parece que no hemos aprendido la lección. Los dedazos a veces traen consecuencias peores que los lodos, sino pregúntenle a Andrés Oppenheimer. Queremos solucionar conflictos, despedir colaboradores y hasta gerenciar por Twitter y WhatsApp. En lo particular, si bien soy usuaria de ambos, los uso para emitir una opinión o divulgar un acontecimiento importante (como la muerte reciente de Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, amante del fútbol y que nos abriera las venas de América Latina para que los nadies tuvieran una voz de esperanza), aportar en un debate televisivo o, en el caso del WhatsApp, decir que voy llegando, saliendo o no me encuentro. Esos mensajes kilométricos por mensajería instantánea no van conmigo.
Y hay varias razones que me hacen pensar así, ninguna vinculada a la tierna edad que me adorna. No puedo pasarme el día viendo a ver qué ñamería me están escribiendo los ociosos que si un talingo les tira una caguita lo reportan. Tampoco leyendo en una pantallita pequeña la vida, obra y milagros, bendiciones, buenos días, buenas noches y quejas de todos los que se antojan meterme en sus listas de distribución. Confieso que recibo dos mensajes diarios que me estimulan: la Misión de Hugo Enrique Famanía y la glosa de Portada, y esos tradicionalmente entran antes que haya salido el rey Sol. Y cuando alguien, especialmente de mi familia o círculo de amigos, me empieza a enviar mensajes, le digo muy cortésmente que odio el chat, que no espere que le conteste enseguida, y que en todo caso lo llamo si me parece pertinente lo que me quiere decir. Siempre y cuando no sea el besito de las buenas noches.
Me podrán decir anticuada, rara o histérica, pero el celular para mí es una necesidad nefasta, porque me encanta llegar a mi casa o abrir mi iPad donde estoy, y leer mis correos y contestarlos. Y sentarme a ver el Facebook y buscar mis escritores favoritos, a ver qué novedad tienen, y compartirlas con mis amigos. Muchos grandes intelectuales, de los que disto leguas de compararme, no tienen teléfono celular y no usan redes sociales, porque aprovechan el tiempo para leer, pensar y escribir.
No sé si las redes contribuyeron a que se recabara la suma necesitada por el pequeño Asbel para su operación, pero Luis Casis empujaba con ímpetu su gigantesca alcancía por todos los centros comerciales. Y lo está visitando durante su recuperación. Gracias a Dios que salió bien de ella.