MARIELA SAGEL
El Siglo, 21 de febrero de 2012
Un incendio en un centro penal en Honduras dejó como resultado más de 350 reclusos muertos, en una cárcel que tenía capacidad para 400 presos y donde había 800 internos. Esa tragedia conmocionó al mundo por la combinación de crueldad, sospecha y espanto que reafirma la triste realidad de los sistemas penitenciarios de nuestros países, donde las cárceles son unas ficciones de la seguridad, donde la seguridad no existe.
El Gobierno hondureño reaccionó de manera inmediata. El presidente Lobo removió enseguida a las autoridades responsables, tanto del recinto como de la seguridad, y se ha brindado a los medios de comunicación toda la información para que se forme sus juicios de valor en torno a este horrendo acontecimiento.
Sin entrar en detalle sobre las condenas que cumplían los muertos y los sobrevivientes —algunos estaban en espera de juicios, mezclados con los que ya habían sido juzgados— hasta el Papa ha hecho pública su repulsa y los organismos internacionales manifiestan su disposición de sumarse a la investigación que señale los responsables y los correctivos que deben aplicarse.
La tragedia hondureña nos hace recordar la que vivieron los jóvenes en el Centro de Cumplimiento de Tocumen el año pasado, en la cual murieron cinco internos y sobrevivieron dos con quemaduras mayores. También nos hace comparar la diferencia de la respuesta de las autoridades responsables, que en el caso de Panamá ha sido evasiva y hasta ha querido proteger a los implicados que son miembros de la Policía Nacional.
Cuando un grupo de ciudadanos nos solidarizamos con las familias de los chicos quemados recibimos comentarios como ‘los derechos humanos son para los humanos derechos’, implicando que los muchachos merecían haberse calcinado. Una aseveración inhumana. Ninguno de los quemados el 9 de enero de 2011 era señalado o condenado por un crimen u homicidio, y aunque así hubiese sido, no merecían morir incinerados como si estuvieran en campos de concentración, atrapados en sus celdas, sin que nadie les abriera las puertas y que sus custodios retrasaran la acción de los bomberos.
Una tragedia como la de Honduras y la de Tocumen no es para santificar a delincuentes, pero tampoco para ignorarlos. Tanto en Honduras como en Panamá y otros países similares es urgente hacer un pacto por la adopción de un sistema penitenciario justo y apegado a los derechos humanos y que haga énfasis en agilizar los procesos y establecer las diferencias entre los que están condenados con los que esperan juicio, que se presume son inocentes hasta que se les pruebe lo contrario.